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 Por: Valerio Lara           

El objetivo cardinal del proyecto de reforma constitucional fue evitar la liquidación política del presidente Leonel Fernández,  a quien el art. 49 de la Constitución anterior le impedía postulaciones presidenciales subsiguientes al año 2008.

Ese plan agregó, además, como complemento fundamental, el control absoluto del Consejo Nacional de la Magistratura (CNM), como medio efectivo para  la supeditación del poder judicial a los designios personales de este ejecutivo.

En el aspecto jurídico, esa conspiración  institucional no fue bien ponderada por la Suprema Corte de Justicia (SCJ). 

 En el aspecto político, prevaleció “el pacto de las corbatas azules” entre Fernández y Miguel Vargas, mediante el cual se aprobó la reforma constitucional, a pesar de Danilo Medina.

Las consecuencias institucionales son funestas. En primer lugar, la SCJ devino en un ente  digno de la España boba, supeditado no sólo al Tribunal Constitucional (TC), sino al CNM y por ende a la voluntad de quien lo controla.  Hoy reluce un nuevo régimen judicial, con innovaciones en el control constitucional y de gestión administrativa, pero signado por el descreimiento institucional y ajetreado por el más chapucero laborado reeleccionista.

Restan 7 días para evitar una mora respecto a la designación de los jueces del TC, tal como dispone el segundo transitorio de la Constitución vigente.  Además, está en el limbo la designación de los jueces del Tribunal Superior Electoral (TSE) y la aprobación de las leyes orgánicas de ambos organismos.

En el sentido político, se conforma un escenario contraproducente para el liderazgo de Vargas, pues la derogación del susodicho art. 49,  no sólo habilitó a Fernández, sino que revivió políticamente al ex presidente Hipólito Mejía, quien emerge con indicadores de preferencia que rondan más del 50% respecto a las primarias del PRD.

Vargas reivindica el art.124 de  la Constitución vigente, el cual no permite la postulación presidencial consecutiva.  Más,  esa norma  deja una brecha fatal, mediante la cual Fernández se postule como vicepresidente, si así lo quisiera, acompañado de “un segundo”, tal como le llaman ahora a los presidentes títeres.

En 1884, Lilís solucionó un dilema parecido del modo siguiente: postuló una candidatura filial a sus propios intereses y en contraposición de su partido azul, porque su líder Gregorio Luperón sustentaba la alternancia presidencial, la que en este caso favorecía a Casimiro N. de Moya.

Indujo, mediante un fraude electoral y  en componenda con el partido rojo baecista,  la proclamación  presidencial y vice de  Francisco Gregorio Billini y el merengueado Alejandro Woss y Gil.  Luego, bajo la presión militar, forzó la renuncia de Billini y asumió la presidencia su títere “canchanchan y pana full”, Alejandrito Gil. Luego éste sirvió de instrumento para otra trapisonda electoral,  al final de la cual Lilís se juramentó otra vez como Presidencia en el 1887, a pesar de la llamada “Revolución de Moya”.

En la coyuntura contemporánea es el PRD el que se debate entre las rebatiñas internas y debilita en forma irremediable su activo liberal. Es Miguel Vargas quien incurre en gastos fabulosos en propaganda, no a favor de la institucionalidad ni en función opositora, sino con el fin de atenuar el posicionamiento de Mejía.

Mientras que Fernández aún tiene,  en su peor caso, la opción de  una reunificación virtuosa del PLD mediante la  postulación condicionada de Danilo Medina, aún descarte el procedimiento lilisista de imponer “el segundo”.

Entonces,  procede la afirmación de que los cuatro principales asesores jurídicos del PRD durante el proceso de reforma constitucional, quienes fueron  Ray Guevara, Jorge Prats, Bello Rosa y Jorge Mera, echaron a Miguel Vargas en un pozo institucional y político.

Esos notables jurisconsultos no advirtieron el proceso espurio mediante el cual se convirtió el CNM en un hato personal de Leonel Fernández. O tal vez, fue más determinante que tres de ellos dieran prioridad a sus aspiraciones como  jueces del TC, antes que la defensa a los principios constitucionales.

El bloque jurídico miguelista pasó por alto el subterfugio de la integración del Procurador General de la República al CNM,   sin una perentoria modificación del quórum válido de 4, tal como aún establece la ley orgánica de esa entidad.

Ese bache facilita que  4  de los 8 miembros del CNM, presididos por el Presidente, puedan unilateralmente “evaluar para confirmación”  a todos los jueces de la SCJ, a Subero Isa inclusive. Esa potestad  induce a estos jueces a integrarse o cooptarse a su vez  al bloque presidencial en el CNM.

La impunidad rampante ante  delitos electorales prevaleciente durante las elecciones del año 2010 y la morosidad de Amable Aristy Castro de juramentarse como senador fueron determinantes para que se designara como miembro del CNM al senador Félix Vásquez, un seudo opositor juramentado nominalmente por el PLD.  Ese hecho acentuó la tendencia  hacia el monopolio presidencial en ese organismo.

Mientras esa serie de trapisondas institucionales suceden, el PRD y parte de la opinión pública están distraídos en aspectos secundarios, tales como las variantes de las leyes orgánicas del TC y TSE, aunque con esas legislaciones o sin ellas  la institucionalidad no tenga remedio inmediato.

Como casos excepcionales,  tales como los  periodistas Juan Bolívar Díaz y   Huchi Lora, muestran interés sobre la condición absolutista del CNM,  de la forma solapada mediante la cual transita el proceso de selección de los jueces de tribunales superiores y las morosidades inconstitucionales  de todo ese proceso.

Tampoco recibe atención el hecho de que los aspectos administrativos y contenciosos de las próximas elecciones presidenciales del año 2012 enfatizan sus condicionamientos políticos.

Y aún la soberanía popular eligiera a otro presidente, sea Danilo, Miguel o Hipólito, entonces el poder ejecutivo quedaría a merced de un poder judicial filial  al anterior régimen presidencial y bajo los designios de una estructura legislativa,  la cual la soberanía está inhabilitada de cambiar durante todo el periodo presidencial siguiente ( 2012-2016).

Si se formulara el escenario, aunque remoto, de un presidente que surja de un frente popular, al margen de los partidos tradicionales, entonces los niveles de conflictos institucionales serían explosivos y constituirían una inminente amenaza al estado de derecho.

¿Soportaría otro presidente una cleptocracia con activos superiores al presupuesto general del estado y amparada de un manto de impunidad judicial avalados por el TC y  la SCJ? ¿Soportaría otro presidente un senado espurio, quien pusiera serios obstáculos a la aprobación de ese presupuesto?

Estamos en el umbral de  una cleptocracia “sin ejemplo”, quien está cebada de una liquidez fabulosa en divisas y pesos, con el dominio de los principales medios de comunicación retro alimentados por los fraudes bancarios, con una plataforma de Funglode para el control cultural y de pensamiento, con múltiples estrellas de contratistas en Santo Domingo y el Cibao, con la concesión de la mina de oro más bella “que ojos humanos han visto”, con precedentes escandalosos de vinculaciones con el lavado de dinero del narcotráfico y la prevaricación.

Esa estructura ameritaba algo más que  un poder eclesiástico para la gestión de conflictos. Requería de  un modelo jurídico institucional más sostenible.  

Ojalá Hipólito, Miguel, Guillermo Moreno, la reductible izquierda tradicional dominicana y los sectores sociales e intelectuales de pensamiento liberal  atendieran más a lo principal y no a lo secundario en los aspectos institucionales y jurídicos.

El estado de derecho y el sistema democrático, tal y como lo concebimos, pende de un poder electoral secuestrado en lo administrativo y contencioso. Las instituciones superiores,  como garantes de los derechos fundamentales,  ahora se vislumbran como escudos para la impunidad de una cleptocracia ya establecida.

Ya no basta una Cámara de Cuentas, quien limita la garantía de la impunidad a la fase de acumulamiento de activos mediante la prevaricación en la gestión pública.  Cuando esos recursos son “blanqueados” y privatizados completamente, requieren entes institucionales de mayor alcance.

El proceso de cambios en el poder judicial es muy parecido al que le sucedió a la Junta Central Electoral ( JCE) en el año 2004. Primero socavaron su liderazgo, luego la dividieron en dos entidades antagónicas, la administrativa y contenciosa. Inutilizaron la parte jurídica y modernizaron en forma impresionante la parte administrativa, con alta tecnología, edificaciones y un singular registro del estado civil. Pero ese barniz de la gestión encubre lo consustancial de su degeneración,  como garante de impunidad de delitos electorales flagrantes y su violación contumaz del derecho a la nacionalidad de miles de personas descendientes de haitianos y amparados en el régimen constitucional anterior y la ley migratoria 95,  (1939-2004).

Ahora, se socava el liderazgo y se desmantela la actual SCJ. Se divide al poder judicial en tres entidades superiores, el TC para el control directo y supremo de la constitucionalidad, una renovada SCJ para la justicia ordinaria y el control difuso de la constitucionalidad y el TSE para lo contencioso en materia electoral.  Más se encubren los aspectos bastardos de ese proceso: la completa instrumentalización del poder judicial.  En este caso, el barniz sería el Consejo del Poder Judicial. Entonces, tendríamos una alta gerencia administrativa, nuevas tecnologías y una tecnocracia judicial competente.  Pero al mismo tiempo, unos jueces superiores condicionados y habilitados hasta para hacerle la vida imposible a otro presidente, para la impunidad cleptocrática, para hacer chapucerías con los derechos fundamentales.

¿Quiénes nos echaron en este pozo institucional, ¡Dios mío!?




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